Fusión

Soldadesca: tres siglos de historia

Revivir siglos de tradición y pasión que mantienen vivo el alma de un pueblo.

En el rincón más oriental de la provincia de Soria, al borde de Aragón y abrazado por encinas y silencio, hay un pueblo que cada penúltimo sábado de agosto se enciende. No es un encendido cualquiera, es un latido ancestral. Un estallido de identidad y rito. Allí, en Iruecha, con apenas medio centenar de vecinos estables, se celebra desde hace siglos una de las representaciones más singulares, vivas y conmovedoras de todo el patrimonio popular soriano: La Soldadesca.

La historia se escenifica, sí. Pero sobre todo se honra, se siente. Cada año, a media tarde, cuando el sol aún calienta los tejados y las sombras empiezan a alargarse, un estruendo de pólvora marca el comienzo de algo único: la llegada de los “moros” al pueblo, a caballo, envueltos en gritos y amenazas, decididos a arrebatar la imagen sagrada de la Virgen de la Cabeza. Los cristianos, vecinos también, les responden en verso, con orgullo castellano y dignidad ancestral.

Lo que sigue es una coreografía de siglos: diálogos barrocos recuperados palabra a palabra de un libreto del siglo XIX, espadas, trompetas, cargas a caballo, polvo y redoble. El combate, simbólico y teatral, revive lo que muchos creen que ocurrió en 1198, cuando una caballería villana soriana detuvo una avanzadilla almohade en la sierra del Solorio.
La Soldadesca, tal como hoy se representa, tiene constancia documental desde 1728 en los libros de cuentas de la cofradía de la Virgen. Pero la tradición se sabe mucho más antigua. Lo demuestra el respeto con el que se transmiten los papeles, los versos, los gestos, los ensayos secretos que cada oficial hace en su casa. Aquí no hay improvisación. Aquí hay herencia, memoria viva y amor por las raíces.

Rito y escena

Los trajes no se compran, se guardan celosamente de generación en generación. Las espadas no se alquilan, se restauran con mimo, repasando cada detalle para que luzcan como hace siglos. Las banderas no se agitan al azar, se veneran como símbolos de identidad y coraje. Porque cuando uno se viste de alférez o teniente en Iruecha, no solo representa un personaje sino a todos los que lo llevaron antes y a los que esperan su turno con el corazón henchido de orgullo.

Hay escenas que electrizan a quien las presencia. Como el “correr las banderas”, momento en que los cuatro estandartes oficiales se agitan al viento en giros y carreras calculadas al milímetro, sin que toquen nunca el suelo. Es un arte heredado que requiere fuerza, destreza y, sobre todo, respeto. Otro instante lleno de energía es la carga a caballo, donde los jinetes entran en la plaza enfundados en sus trajes de terciopelo, turbantes, sables curvos y miradas encendidas. Cada paso del caballo parece coreografiado por generaciones, porque lo está: en Iruecha, el papel y la responsabilidad se aprenden desde la infancia.
Una joya recuperada que emociona es el baile de espadas, un antiguo ritual que había desaparecido durante décadas y fue rescatado en 1991 gracias a la memoria viva de los mayores del pueblo.

Hoy, mujeres vestidas con trajes de piñorra giran en círculo al ritmo de la dulzaina, entrechocando espadas al aire en una danza guerrera que parece arrancada del pasado remoto.

Y como la historia nunca está completa sin un toque de humanidad mas relajado, al final de la jornada llega el humor en La Soldadesca, con el ‘Sainete del alcalde’, una sátira ácida y divertida donde un falso alcalde, un cura torpe y un militar perdido discuten con agudeza sobre harina, alojamiento y otros mandatos absurdos. Es la risa necesaria después del rito serio, un desahogo ancestral que parodia el poder social y recuerda que en el campo nadie es más que nadie.

Memoria que no se borra
Desde que la Soldadesca fue recuperada de forma definitiva en 1989, tras décadas de silencio y olvido durante la posguerra, la tradición no ha dejado de crecer sin perder nunca su carácter íntimo y familiar. En 2023, por primera vez, dos mujeres interpretaron altos mandos, un paso más en la evolución de esta fiesta milenaria.

Además, la infantería se amplió y hoy suma unas cuarenta personas que visten uniformes militares del siglo XIX: casacas con galones, charreteras doradas, plumeros, pelucas y fajas rojas, todo con un rigor casi arqueológico.

Pero la Soldadesca no es solo el día grande. Los preparativos empiezan mucho antes. Los oficiales ensayan en secreto los giros de bandera en casas y patios; las familias desempolvan trajes viejos, remiendan cascos y rehacen versos; la mayordoma prepara pastas y anís para recibir a la soldadesca tras el desfile; el pueblo entero, incluso quienes ya no viven allí, vuelve en espíritu y cuerpo.
“Es más que una fiesta”, dice una mujer que fue abanderada. “Es lo que nos mantiene unidos cuando el invierno borra las calles, cuando la distancia quiere separar a quienes somos uno”. Y no exagera. Porque Iruecha, durante la mayor parte del año, es una postal en pausa, casi dormida. Pero cuando llega la Soldadesca, resucita. Lo hace con la fuerza de un rugido contenido durante siglos, con la belleza austera de quien sabe que se juega la memoria.

Cada espada alzada, cada bandera al viento, cada paso del caballo, cada verso que se alza al cielo son formas de decir: Aquí seguimos. Aquí estamos. Aquí no se ha olvidado nada.

Y así, mientras cae la tarde y el sol se despide en tonos dorados, Iruecha vuelve a ser fortaleza, santuario y teatro vivo. La pólvora, el verso y la danza se funden en un solo latido que desafía al tiempo.

La Soldadesca no es solo historia representada, es alma pura y fuego que arde intensamente en el pecho de un pueblo que se niega a desaparecer. En ese instante fugaz, la historia deja de ser pasado para ser presente. Y la memoria, esa que habita en los cuerpos y en las palabras, se convierte en promesa y en llama. Porque mientras haya un Iruecha que recuerde, la Soldadesca vivirá, eterna, en la piel y en el corazón de Castilla.

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